Rosario siempre estuvo cerca


Por Edwin Camacho
Un Central - Newell´s siempre será algo más que el clásico rosarino, será tal vez uno de los últimos reductos del futbol épico, de ese de antes, al margen de la sobreexposición mediática, de la saturación del glamur y del marketing, donde cada clásico era un teatro donde se dramatizaba el delicado equilibrio que mantienen la gloria y la vergüenza.

¿No es acaso lo mismo un Boca-River? Creo que no. El clásico rosarino viene a salvar esas emociones primarias, bárbaras, c
asi criminales, por las que un barrio, un pueblo, una hinchada, creía ver su destino jugarse en una cancha. Contrario a Rosario, Buenos Aires es una urbe infernal, inconmovible, donde cada clásico es una emoción que al siguiente día, una vez jugadas las ya consuetudinarias bromas de los carteles, desaparecerá dando paso a la siguiente, no siendo más que una nueva entrada en las estadísticas; cuanto más se ha acercado a la mediatización promovida por la globalización, a ese mundo regido por imágenes, tanto más efectivas como mayor su instantaneidad, más ha perdido ese carácter épico que lo caracterizaba y que el clásico rosarino conserva intacto: ni en el Parque Independencia y mucho menos en el Gigante de Arroyito encontraremos turistas japoneses pagando sobrevaloradas entradas populares a 100 euros.

La semana que precede al clásico entre leprosos y canallas, cada rosarino parece programarse en una nueva frecuencia, más atenta a cada detalle del rival de patio. Llegué a pensar en la existencia de un mapa secreto distribuido entre leprosos y canallas, del que no me hacían participe como turista, donde estaba trazada una cartografía, marcada con banderitas de cada equipo, de los barrios, los restaurantes, los hoteles, los almacenes donde esperaban los hinchas del rival de patio, y se dieran a la tarea de recorrerlo recordando en cada parada algún dato histórico para molestarlo, aventurando casi como amenaza el resultado del domingo.

Los rosarinos parecen estar entregados religiosamente a ese recorrido pre-clásico, entonces un almuerzo, una cerveza cerca al Paraná, la compra de una camiseta en un almacén, pueden terminar convertidos en la interminable discusión entre el mesero, un comensal que secretamente ha descifrado las simpatías del dueño del restaurante, una mesera que no las comparte, otro comensal que apoya al mesero, un taxista que hace sonar la bocina para expresar su apoyo a alguno de los dos bandos trenzados en la disputa, y un niño que corre buscando una tropa que auxilie a los suyos. Porque el clásico exaspera los recuerdos. Sorprende que en tales discusiones cada rosarino extiende su memoria, y es capaz de recordar detalles harto improbables de recordar en esta época de cotejos instantáneos, evocando túneles, taquitos, chilenas, goleadas de visita, goles de último minuto, eliminaciones de torneos, como si los clásicos no hubieran sido cientos y en su memoria, o en la memoria de Rosario, sólo fuera un único clásico donde los minutos favorecen a uno u otro siempre con la amenaza de alternar.

Existe una memoria compartida donde los adolescentes esgrimen fechas de victorias épicas cuando ni siquiera estaban en el vientre de su madre, y lo hacen con la seguridad de quien estuvo allí, sin que nadie en virtud de esa frecuencia extraña en la que, he dicho, pasan a funcionar en la semana anterior al clásico repare demasiado en ese hecho sorprendente donde un adolescente evoca una batalla cuya distancia en el tiempo dobla su edad. Palabras como pirulazo o 19 de diciembre, refieren un universo de emociones ya pasado pero intacto, como las calcomanías que retratan la palomita de Aldo Poy, encargadas de inmortalizar ese momento donde el bigotón vuela y anota el gol con el que Central eliminó a La Lepra en el 71. Fontanarrosa inmortalizó ese día en un cuento de esos que cualquier hincha quisiera haber escrito para su equipo y que a esta altura es una especie de relato fundacional de la conciencia canalla.
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Ahora que hablo de “El Negro” creo que me permite sugerir una imagen para terminar este breve artículo. Parte del orgullo canalla descansa en sus celebridades: rosarinos mundiales como Fito Páez, Fontanarrosa y el Ché Guevara son canallas, y no se cansan de recordárselo a sus rivales de patio con banderas gigantescas que recuerdan sus rostros. Esa tarde en el Gigante de Arroyito rondaba una inquietud: esperaban la aparición de “El Negro”, aunque los rumores sobre su estado de salud no eran nada alentadores. Sin embargo, sentir esa tensión, ese ondear la bandera con el rostro del ídolo como si de ese ondear dependiera la victoria, esa fe casi delirante en su aparición, hace parte de eso que tiene un derbi rosarino, con el Monumento a la Bandera y el Paraná de testigos silenciosos de una batalla que sobrepasa lo futbolístico y que diferente y ajeno a otros similares, no se vende a la televisión, ni a turistas con billetes que humillan a los devaluados pesos.